No sabía qué iba a decir hasta que empecé a decirlo. Lo único que tenía claro es que en algún momento tenía que decir algo chistoso. Era el funeral de mi abuelo y tenía 14 años. Probablemente la primera vez que hablaba en público. Minutos antes, con pánico por encontrarme a punto de hablarle a tanta gente, le había preguntado a mi papá qué decir. “Tienes que hablar desde el corazón, te va a salir bien. Ah, eso sí, asegúrate de decir algo chistoso. A la gente le gusta reírse para liberar la tensión y la tristeza”. O algo así. Hablé del corazón, totalmente improvisado, con un chiste incluido que hizo reír a todos. Terminé llorando, casi sin poder hablar, bajé de la tarima y seguí llorando en los brazos de mi papá. Hoy se cumplen 4 años desde que ya no puedo abrazarlo. Cuando dije unas palabras en su funeral obviamente dije un chiste que hizo reír, mi hermana también.

Mi papá tenía cara de serio, con el ceño fruncido el 99% del tiempo, tanto que la piel entre sus cejas no podía alisarse. Rápido para enojarse, también lo era para reírse a carcajadas, especialmente con amigos y algunas copas. Parecía que vivía lo que me dijo hace tantos años atrás, porque siempre trataba de hacer reír, aunque muchas veces con cara de serio y chistes agudos o irónicos.

No podría estar más de acuerdo con él. La vida es para reírse, para disfrutarla a carcajadas, incluso en los momentos más tristes, porque es cuando más lo necesitamos. Ricky Gervais, el humorista inglés, habla de que si alguien tiene algo chistoso que decir, es mejor decirlo que callarlo, sin importar el lugar o lo que sea que esté diciendo.

También estoy de acuerdo, a pesar de que me ha traído más de un problema. A veces la gente no entiende mi humor o digo alguna estupidez que en mi mente era para reír, pero mi público encontró terriblemente ofensivo. A estas alturas de mi vida, donde me he dado cuenta que poco hay que perder, prefiero decir esas bromas, en parte por morbo o para provocar, en parte para aprender de los límites de las otras personas. Como un niño que se porta mal solo para aprender dónde le ponen los límites sus padres.

Siempre me ha costado entender a los demás. No mucho, quizás a todo el mundo le pasa, pero muchas veces me hallo en momentos donde todos ríen y yo no entiendo la gracia o me quedo pensando en qué quiso decir la persona. Los chistes y bromas me ayudan a calibrar esa comprensión. Como si mi subconsciente dijera: “Si se ríen de esto, entonces estoy agarrando la misma sintonía. Si me miran raro, tengo que corregir”.

Una de esas veces fue en México cuando me tocó ir a presentar al regulador mexicano lo que estábamos haciendo con Cumplo. Estaba explicando el negocio a una veintena de burócratas mexicanos cuando de repente dije una palabra que sabía solo se usaba en Chile. Pensé “Guillermo, este es tu momento para una pausa humorística y además mostrarles que te quieres adaptar a la cultura” y empecé a listar las distintas palabras que tenían distinto significado en Chile y México. Obviamente, para mi al menos, tenía que rematar con algo provocador, algo al borde de lo legal, para ver si encontraba el límite, y dije una frase sobre las chaquetas (los artículos de vestimenta). Bastaron micro segundos para entender que había llegado al límite y lo había pasado. Las mujeres de la sala inhalaron aire dramáticamente y los hombres sonrieron incómodamente. Federico, nuestro inversionista mexicano, rápidamente pidió disculpas del estilo “perdónenlo, sólo es chileno, no sabe lo que habla”. Rápidamente retomé la presentación lo más profesionalmente que pude y nunca más volví a hacer chistes en ese edificio.

Creo que he ido afinando la puntería. Una situación así de incómoda no me pasa hace años o al menos no me he dado cuenta y ya muy pocas veces siento ese pánico que sentí en el funeral de mi abuelo. Y es que lo peor que puede pasar es que sean unos segundos o minutos incómodos, lo probable que pase es que ni siquiera te recuerden horas después de tu discurso o presentación. Probablemente el único de esa sala que recuerde mi comentario sobre la chaqueta sea yo.

Mi papá era un hombre de pocas palabras y hasta que no estuvo no me di cuenta de lo mucho que esas palabras significaban para la gente alrededor suyo. Sus chistes, sus sonrisas, sus discursos no eran más que instrumentos para lo que en verdad era su misión: crear ritos, ceremonias y momentos que se convirtieran en tesoros para el futuro. Quizás heredado de mi abuelo, quien era muy ceremonioso, en todas las ocasiones importantes daba algún discurso o brindis, que siempre incluía algún chiste o broma. Era su forma de hacer que momentos insignificantes se convirtieran en historias memorables.

Cuando era adolescente me decía a mi mismo que ojalá fuera lo más distinto posible a mi papá. Hoy me veo haciendo cosas parecidas, entendiendo (o asignándole) el valor de su actuar, pero a mi propio estilo. Mi papá jamás hubiera dicho aquella palabra a aquellos burócratas mexicanos, se hubiera vestido de traje y corbata y comportado mucho más serio y formal que de costumbre. No necesitaba encontrar los límites que yo sí necesito, se conformaba con su visión del mundo y respeto por los demás. Al menos así era cuando joven, cuando viejo (nunca llegó a ser realmente viejo eso sí) lo vi mucho más abierto, mucho más dispuesto a explorar los límites de la humanidad que lo rodeaba, con mucho más amor y tranquilidad que cuando yo era chico.

Quizás esa fue mi forma de rebelarme ante él: hacer cosas y buscar límites que sabía que él no buscaría. Hoy miro para atrás en mi aún corta vida y la cantidad de estupideces que he hecho me sorprende, al menos desde la perspectiva de un Guillermo de 14 años. Por ejemplo, si me hubieran dicho que iba a aparecer en un programa de documentales (¿docurreality?) Holandés, no una sino dos veces, y que la gente me iba a reconocer en la calle en ese país, no me lo hubiera creído. Hace poco también terminé cantando karaoke en inglés en un bar de Sonoma y haciéndome amigo de unos gringos borrachos a las 2 de la mañana. No me imagino a mi papá contándome que hizo eso ni tampoco escribiéndolo para que el mundo y los robots lo puedan leer para siempre.

Guillermo justificando las piscolas (dando un brindis) sobre una mesa en la cocina.

Hoy se cumplen 4 años desde que no puedo abrazar a mi papá. No alcanzó a conocer a 2 de mis 3 hijos. No vivió el despertar social de Chile ni la pandemia. No podrá hacer más chistes ni comer sus frutillas con crema. La última vez que lo vi con vida estaba sentado en un Uber con cara de pocos amigos, enojado mientras esperaba a mi mamá que había olvidado su celular en nuestro departamento, mientras yo me reía en su cara por lo cascarrabias (aún me da risa).

Queda su legado de humor, de la risa como instrumento, como remedio, como calmante. Tal como Seneca alguna vez le escribió a Sereno:

“Hay que quitar (…) importancia a las cosas, y soportarlas con más facilidad: es más humano tomar la vida a risa que a llanto. (…) es mejor bienhechor del género humano el que ríe que el que llora: aquél deja algún lugar a la esperanza.”

“Habla desde el corazón y asegúrate de decir algo chistoso. A la gente le gusta reírse para liberar la tensión y la tristeza.” Seguiré escuchando el consejo, aunque ponga incómodos a los burócratas de este mundo por unos segundos.