La mejor lasaña de la historia fue comida en el Danoi, un restaurant en Barrio Italia, Chile. Fue en agosto del 2014 y era la culminación de un gran viernes con mi esposa (en ese entonces, era mi novia a larga distancia, quien había vuelto a Chile por unas semanas). También fue la noche que Flan, nuestro perro, nos encontró afuera de un Pizza Hutt y nos forzó a adoptarlo.

Esa lasaña nunca más fue servida. Danoi todavía vende el plato, con los mismos ingredientes y con la misma receta, pero la lasaña que comí esa noche fue única y nunca más en la vida la probaré.

Borges escribió un cuento llamado “Funes el Memorioso”. Funes tenía una memoria perfecta, tan perfecta que no sólo se acordaba de cada hoja en cada árbol, también se acordaba de cada vez que la había visto. Y cada vez, era una hoja distinta para Funes.

Aunque no tengamos la memoria perfecta de Funes, todas nuestras experiencias, o mejor dicho nuestros recuerdos, son diferentes, aunque hagamos las mismas cosas. La misma comida siempre sabrá distinta, porque comeremos con otras personas, nuestros sentimientos serán distintos, o habrá algo que mejore o empeore la experiencia.

Esa lasaña que comí en el Danoi hace 5 años ya no la podré probar de nuevo. Ya no soy esa persona, mi esposa tampoco, Flan está más viejo. A pesar de que somos más felices que en ese entonces, nunca podremos replicar esos sentimientos exactamente.

Al final, da lo mismo cuál es la mejor comida. Es irrelevante cuál es el mejor vino o cuál la mejor cerveza. Lo importante es disfrutar cada momento como único, porque lo es, a pesar de que la rutina nos agobie. La mejor comida es la que comes ahora, si es que estás dispuesto a sentirlo.