Desde que aprendemos la inevitabilidad de la muerte que nos preparamos para momentos así. Sabemos que tarde o temprano, alguien cercano a nosotros nos dejará. Lo que es imposible saber es el cuándo o dónde, y nada nos prepara cuando inevitablemente pasa en el momento menos pensado.
Siempre esos días parten como cualquier otro. En mi caso, como un domingo cualquiera, paseando con Stef y Guillito en bicicleta. Mandamos fotos al grupo familiar, nos comimos unos panes, jugamos en un parque, y recibimos la llamada de mi mamá en el punto más lejano de la ruta. La imposibilidad y al mismo tiempo el peso incomprensible de la noticia, sumado a una tristeza que salía a borbotones, nos acompañaron en la pedaleada de vuelta a casa. Mi cerebro iba a mil kilómetros por hora, no me acuerdo mucho lo que pensé en ese momento. Solo me acuerdo del sentimiento de injusticia, de impotencia y de rabia, todo mezclado, mientras lloraba por las calles de México.
Injusticia porque mi papá se murió trotando, de un ataque al corazón. Tenía mucho mejor estado físico que el promedio, se cuidaba lo mejor que podía con la comida e incluso había bajado varios kilos de peso en los últimos meses.
Impotencia porque estaba lejos, demasiado lejos como para ir a buscarlo al cerro con mi mamá, para ayudarla con todos los trámites que estas cosas traen, para abrazar a mi mamá y darnos un poco de consuelo mutuamente.
Y rabia, por todo lo anterior. Incluso semanas después, muy irracionalmente, me daba rabia la injusticia de ver a gente en evidente peor estado físico que mi papá, vivita y coleando. Rabia por la impotencia de no ayudar tanto a mi mamá como me gustaría. Pero principalmente, rabia y pena porque de un momento a otro, todo lo que había imaginado para el futuro: los viajes familiares, los paseos al cerro con los nietos, las lecciones de vida, las conversaciones y los asados; ya nunca pasarían.
Cuando se muere alguien tan cercano no se muere su recuerdo, ni las memorias, ni las lecciones, ni el amor. Se muere el cuerpo físico y con él los posibles futuros, expectativas y recuerdos que habíamos asumido crearíamos juntos. Se muere el conocimiento que tenía su cabeza, conocimiento que por mucho esfuerzo que hagamos solo se preservará el eco en nuestra memoria.
Duele que mi papá ya no esté, duele que no pueda ver a sus nietos, que no se pueda enorgullecer de ellos, duele saber que los sueños y expectativas no se cumplirán como pensábamos. No me duele por mi papá, ya no hay dolor que lo aflija. No me duele por mis hijos. Me duele por mí, por todos los que lo conocieron y que asumíamos íbamos a conocer aún más en el futuro. Duele porque su partida se siente demasiado temprana, demasiado devastadora. Aunque sabemos cómo es la muerte, aunque creemos estar preparados para enfrentar una pérdida así, los recuerdos que ya no serán y las conversaciones que no se tendrán duelen mucho más que cualquier pelea o mal recuerdo que uno pueda tener.
Solo queda la absoluta seguridad que ni el amor ni el dolor morirán, pero gracias a lo primero, aprende(re)mos a vivir con el dolor.
Feliz día, Gordi. Te quiero y te echo de menos